26 de julio de 2006

Elecciones en México: adiós a la democracia

Por Blanche Petrich*

Vacío de poder, ingobernabilidad, anulación del proceso electoral, nombramiento de un presidente interino, riesgo de violencia social, polarización. Expresiones de inestabilidad que México no había conocido en su historia reciente son hoy términos frecuentes en el debate político como consecuencia de la crisis postelectoral con la que se signó la jornada comicial del 2 de julio.

Estos son los saldos de una elección presidencial que no tuvo los elementos mínimos de credibilidad y que ha dejado a la nación prácticamente partida en dos. Así, México, que llegó tarde al juego de la “democracia electoral moderna” –apenas en el 2000— hoy le dice adiós.

Andrés Manuel López Obrador, el candidato de los sectores liberales y nacionalistas que se erigió con un liderazgo sin precedentes, se declara defraudado y emprende la defensa del sufragio por dos vías. La primera, la resistencia civil pacífica, a la que convocó el domingo 16 de julio ante una concentración popular que fue definida como una de las mayores en la historia (más de un millón de personas). La segunda, la impugnación jurídica, mediante un recurso de inconformidad ante el Tribunal Electoral del Poder Judicial que exige un nuevo recuento de todos los votos emitidos.


Su llamado apuesta a una movilización de largo aliento. La primera interrogante es si la efervescencia social inicial, que acudió al llamado a la resistencia y rebasó los cálculos de la propia Coalición “Por el Bien de Todos”, podrá mantener el pulso y la fuerza necesarias. La segunda gira en torno al alcance de la demanda judicial, que tendría, entre uno de sus alcances más extremos, el de la anulación de la elección. Siete magistrados del TEPJ tienen hoy en sus manos el destino de México, un país donde los jueces de consigna tienen una larga tradición, muy por encima del aun endeble proceso de cambio que debería garantizar la plena independencia del poder judicial.

En la esquina opuesta, los poderes fácticos cierran filas y emprenden una férrea defensa del turbio triunfo del candidato del derechista Partido de Acción Nacional Felipe Calderón. Estos poderes han levantado un rotundo “no” ante la posibilidad de que se cumpla lo que se exige en la calle: el recuento “voto por voto, casilla por casilla”, para ver si es verdad que Calderón obtuvo medio punto porcentual más que López Obrador.

En esta otra resistencia –la que pretende evitar que se transparente el resultado electoral—participan banqueros e industriales, el alto clero y el gobierno federal, las organizaciones más conservadoras, incluida la ultraderecha que durante la administración de Vicente Fox salió del clóset y se reagrupó en la cúpula panista, las viejas estructuras del sindicalismo corporativo y la mayor parte de los medios de comunicación y de manera notable los electrónicos, con el poderoso consorcio Televisa a la cabeza, dictando línea. A ello se ha sumado el propio Instituto Federal Electoral, que como árbitro debería mantenerse alejado de la contienda.

Este formidable bloque de poder ataca por varios frentes. Uno, abrumador, es la defensa sin fisuras del instituto electoral como suma de todas las bondades de la llamada “democracia moderna”. Criticar o cuestionar a esta “sagrada” institución constituye hoy “una ofensa” a la ciudadanía y a la ley. Los conductores de los medios electrónicos, virtuales jueces del proceso, meten debajo del tapete los vicios de origen del IFE; callan el desequilibrio existente en el consejo electoral, integrado por cuatro priistas y cinco panistas, sin ninguna representación del flanco izquierdo. Y omiten recordar que el presidente del instituto electoral, Luis Carlos Ugalde, no es un actor neutral. Amigo personal de Felipe Calderón, Ugalde fue propuesto e impuesto en el cargo por la ex diputada Elba Esther Gordillo, un fenómeno del paleolítico mexicano. Esta mujer es líder del sindicato de trabajadores de la educación, la mayor organización gremial de América Latina. Acaba de ser expulsada del PRI por haber promovido en varios estados del norte del país la deserción del voto duro de su propio partido, el viejo tricolor, a favor del Partido Acción Nacional. En buena medida, Calderón le debe su pírrica victoria a las malas artes de la “maestra” quien tiene, por tanto, una enorme factura que puntualmente le cobrará al futuro presidente.

Otro elemento de la estrategia de la derecha es poner el grito en el cielo ante una eventual anulación de la elección. Esta es una de las opciones legales a las que podría recurrir el tribunal electoral –quizás la más extrema-- si encuentra que las inconsistencias que denunció la coalición de López Obrador contaminaron, en efecto, todo el proceso comicial.

Para los millones de ciudadanos que consideran que su derecho al sufragio fue violado, esta posibilidad aparece, cada vez más, como la única salida posible. Para quienes están dispuestos a llevar a Calderón a la presidencia a toda costa, la palabra “anulación” es equiparada con “traición”. Y, según declara el propio candidato panista, están dispuestos a “defender la democracia, la paz y las instituciones”.

En este discurso, ha aparecido, de manera peligrosa, la palabra violencia. Fue el presidente Fox quien dio la pauta al decir que la jornada del dos de julio había sido ejemplar, salvo por “algunos renegados”. Los numerosos voceros del calderonismo derivaron esa idea a otra polarización: demócratas versus antidemocráticos. Y en los últimos días, pacíficos contra violentos.

A tres semanas de los comicios, no se han registrado actos de violencia, aunque hay quienes la invocan. La pregunta es si la crispación actual se mantendrá sin desbordarse hasta el desenlace de este proceso.

El primer plazo se vence a fin de mes, cuando el tribunal electoral resuelva si abre solo una tercera parte de los paquetes impugnados o hace un recuento de los más de cuarenta millones de votos. Muchos analistas ven distante esta posibilidad, no solo por la tibieza característica de los jueces y por la desigualdad de recursos y poder entre las fuerzas enfrentadas, sino también por los errores contenidos en las impugnaciones de la coalición de López Obrador. Hay opiniones que no descartan que, pese al cúmulo de dudas y a la inconformidad masiva, el 6 de septiembre, cuando se agoten los términos legales, Calderón será declarado presidente electo.

Para allanar el camino, mucho antes de ser legalmente declarado ganador, Calderón ya actúa como presidente electo, anuncia diversas fórmulas de lo que será un aun hipotético gabinete, recibe felicitaciones de jefes de Estado –aunque luego sean retiradas, como fue el caso del estadunidense George Bush y el español Rodríguez Zapatero—y es resguardado por el Estado Mayor presidencial.

¿Qué horizonte se tendrá, entonces, para el futuro régimen?

En principio, Felipe Calderón, por su propio perfil y por su trayectoria, será un presidente débil, acotado. Panista desde la adolescencia, es hijo de un ilustre fundador del partido que en los años 30 se inspiró en la doctrina socialcristiana, Luis Calderón Vega, quien hace décadas renunció al PAN en protesta por un fraude. Felipe, a sus 44 años, nunca fue el favorito del poderoso líder de su partido José Espino para el cargo, un derechista a ultranza. Ni lo fue para el presidente Fox, o peor aún, para su esposa Marta, que tras el escenario maneja muchos hilos del partido. Quizá por ello su libro de campaña se llamó “El hijo desobediente”. El mismo “hijo” que, una vez dentro del redil, tendrá que hacer mayores méritos para aplacar a los halcones que lo rodean, particularmente a los cuadros del viejo organismo de la ultraderecha violenta, “El Yunque”, que llegó a la cúpula de el PAN precisamente de la mano de Espino.

Si se concreta este escenario, el Partido de la Revolución Democrática, con sus aliados, quedará, una vez más, en la oposición. Pero contará con el carismático liderazgo de Andrés Manuel López Obrador, que concita un enorme apoyo popular, ya que con 14 millones de votos, la coalición obtuvo más del doble de votos que el candidato que contendió por esta formación en las tres elecciones anteriores, Cuauhtémoc Cárdenas.

Con un perfil en el que la mayoría son ciudadanos sin partido, el fenómeno de la popularidad de López Obrador trasciende, con mucho, al PRD. En este partido los contenidos de una agenda de izquierda se han ido diluyendo en los últimos años. Hoy, sus figuras principales son ex priistas que han cambiado de camiseta de última hora, ante el naufragio de su propio partido. El divorcio del PRD con las causas populares es profundo y muchos de sus cuadros históricos han minado su bagaje de luchas populares en aras del pragmatismo.

En palabras del analista Luis Hernández Navarro, la confrontación política actual se da en términos de liberales y conservadores, más que entre derecha e izquierda.

¿Cuál será, entonces, el cauce para la izquierda mexicana? Está, desde luego, la construcción de esta vía desde la propuesta del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, que en diciembre del año pasado arrancó “la Otra Campaña”, para promover a lo largo y ancho del territorio la construcción de una fuerza “abajo y a la izquierda”. Medio año después, con medio país recorrido, la iniciativa zapatista suspendió el viaje y se estacionó en la capital. Durante la primera fase del trayecto, el subcomandante Marcos criticó consistentemente el carácter electorero y antipopular de los contendientes, privilegiando en sus ataques la figura de López Obrador. El bombardeo de Marcos contra el PRD y López Obrador creó fracturas entre seguidores del EZLN, que históricamente han votado por la izquierda. El discurso antiperredista del EZLN terminó, como un bumerang, por golpear a “la otra campaña”, cuya presencia en el debate de la coyuntura actual es marginal.

En el vasto y diverso territorio mexicano han aparecido nuevas experiencias de disidencia que deben ser tomadas en cuenta. Una de ellas es la de Oaxaca, donde una huelga del movimiento magisterial que se mantiene desde hace meses ha tenido un eco inesperado. El paro y la movilización de 70 mil maestros procedentes de los 570 municipios y 10 mil comunidades indígenas del estado dio pie a la instalación de la Asamblea Popular del Pueblo Oaxaqueño, que tiene como principal demanda la destitución del gobernador Ulises Ruiz. La APPO, que ha tomado prácticamente el centro de la ciudad de Oaxaca, ocupó el palacio de gobierno que las autoridades locales habían abandonado y estableció ahí el Gobierno Popular del Estado. Este complejo proceso político local, ignorado y distorsionado por los grandes medios a nivel nacional, representa una forma de recuperar formas del poder comunitario; un fenómeno –puntualiza Luis Hernández Navarro—que nos acerca más al movimiento que llevó a Evo Morales al poder en Bolivia que a la propuesta de López Obrador de “un gobierno cercano a la gente”.

Este es, pues, el escenario de fin de régimen de Vicente Fox, quien en días recientes declaró que cuando salga de Los Pinos “dejará el país en paz, bien y trabajando”. Es una pena que el presidente-ranchero no pueda percatarse del fino e involuntario humor de sus palabras.


*Periodista de La Jornada

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